sábado, 19 de febrero de 2011

Oníricamente hablando



El sueño y la realidad son caras de la misma moneda que al girar sobre su borde hace que se confundan y se transformen en un solo movimiento-cosa indivisible e hipnotizador.

Así funciona Mulholland Drive, inexplicable para quien pretenda analizarla bajo una óptica objetiva y deliciosa para quien se pierda en sus recovecos y secuencias como cuando se está dentro de uno de esos sueños que, aunque se saben sueños, inquietan y atraen por partes iguales y de los que a veces se despierta sólo para darse cuenta que se está dentro de otro sueño.

El vértigo de la primera parte solo da tiempo a intentar hilar los acontecimientos que se van sucediendo para desvelar el misterio de Rita, su verdadero nombre y el origen de esa inocencia ganada a fuerza de pérdida de la memoria que, sin embargo ha dejado el lastre de los peligros que la acechan, los matones que preguntan por ella, las llamadas entre individuos misteriosos y anónimos que dan cuenta de su desaparición. Y Betty, que como un ángel de la guarda, la guía desenredando las escasas pistas de su pasado con seguridad y firmeza, como si llevara toda la vida entre las calles de Los Ángeles y no fuese otra rubia recién llegada con la sonrisa y la ilusión intactas a una ciudad que emula los sueños y los desencantos de millones de personas.

La historia de amor sucede entre las dos mujeres, ambas hermosas, una tan voluptuosa como desamparada y la otra, tan segura de sí misma como frágil de apariencia y se consuma con un erotismo tan elegantemente explícito, que hace erizar la piel por su cadencia perfecta y no por el morbo de su condición lésbica.

Como telón de fondo y como gran paradoja, se destripa la podredumbre de una industria cinematográfica poblada por personajes caricaturescos y tristemente verosímiles, mafiosos que escupen uno de los mejores espressos del mundo, rudos limpiadores de piscinas que se comportan como el más gentil de los caballeros, directores de cine sensuales e irascibles, siniestros Cowboys que amenazan mortalmente con frases crípticas y una media sonrisa, pitonisas, asesinos, indigentes, esposas infieles, actrices ineptas…

Y la muerte, rotunda y
oscura, solitaria y maloliente de Diane, que es juez y parte de su tragedia personal y del torbellino de la Industria.

Parece que todo va tomando forma, aunque las claves aun sean indescifrables y el avance inefable hacia el final, cronológicamente predecible, se acerca, cuando al voz de Rita despierta en español antes que ella, que sigue como hipnotizada, con los ojos abiertos y respiración de pesadilla, profiriendo las palabras que anticipan la próxima (y la más sobrecogedora) secuencia de Mulholland Drive.

"No hay banda, no hay orquesta, it´s all recorded. ¡No hay banda, No hay orquesta! il n'y a pas de orchestre, it´s all… a tape".

La entrada está perdida en la parte trasera de una nave industrial, mirando a un parking desierto, las letras de neón le dan al Club Silencio la apariencia de cualquier establecimiento nocturno. Sin embargo, lo que sucede dentro no es lo que se encuentra usualmente cuando se es invitado a entrar por un centelleante letrero azul.

Betty tiembla, o su butaca como si una fuerza superior intentara sustraerla de esa realidad.

El Maestro de Ceremonias anuncia el artificio, a un golpe de voz suyo entra la música de la trompeta con sordina, luego se abre la cortina, que emula un trasfondo misterioso, oscuro y aparece el trompetista. Cuando parece que todo se ha desvelado, el músico baja la trompeta y la música continúa, es falso, todo es una cinta, se había hecho la advertencia.

Y es cuando entra en escena Rebekah del Rio que con su voz profunda y una lágrima de plástico en la mejilla, lleva al climax la tensión del espacio medio vacío, haciendo conmover hasta las lágrimas a Rita y Betty, llorando ¿hasta la extenuación o hasta consumar la farsa? Es una segunda advertencia ¡hay que despertar!

Quizás lo que no se quiere ver está al frente, quizás el secreto está en esa suerte de Caja de Pandora o ante un espejo donde la imagen se desfigura hasta transformar el amor en una mueca de fracaso y celos.

Betty, o mejor, Diane, se incorpora desde su muerte para desmontar el sueño pieza por pieza y dejar al descubierto que la vida es amarga, que los sueños pueden no cumplirse porque el poder se mantiene donde ha permanecido siempre, acompañado por la mujer deseada y rodeado de seres bizarros que se ríen en la cara de los ilusos, mientras éstos parpadean queriendo despertar.

La soledad del perdedor pocas veces es tan macabra como la de aquella cocina vacía de objetos y poblada de recuerdos. Pocos pasajes desnudan tan crudamente la tristeza y el asco por la realidad como aquel de la masturbación forzada de Diane, su sensualidad que va mutando en rabia. Esa Auto-violación que busca borrar del cuerpo las huellas de la realidad, infructuosamente.

Y como de la frustración al asesinato no hay más de un paso, de desear a Rita, que ahora es Camilla, Diane pasa a desearla muerta y como ya no es valiente como su rubio alter-ego, es incapaz de ejecutar el crimen con sus manos y lo encarga al Matón, deseando que sea tan torpe como para no lograrlo.

Sabe que en su huida hacia delante hay mucho de suicidio porque no hay segundas oportunidades en Los Ángeles y porque no solamente se burlarán de ella los invitados a las cenas de Andrew Kesher, si no las estridentes figuras que la persiguen desde su pasado.